12 junio 2008

fama y representación (J. Choza, y V)

Eróstrato fue un pastor que incendió el templo de Artemisa (Diana) de Éfeso, considerado una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, el 21 de julio del año 356 adC, coincidiendo, según Plutarco, con el nacimiento de Alejandro Magno. Su único objetivo fue alcanzar la fama que por otros medios le resultaba inaccesible.
La confesión del propósito de su crimen le fue sacada bajo el suplicio de la tortura, ordenada por Artajerjes. Al descubrirse la intención del incendiario, se prohibió bajo pena de muerte el registro de su nombre para las generaciones futuras, lo cual, evidentemente, no bastó para borrar de la historia ni el nombre ni tampoco la acción.
Cuatro siglos antes de que Ovidio recreara el mito de Narciso, Eróstrato había proclamado con su muerte que el objetivo final de la vida humana para un griego era la gloria, la gloria entre los dioses y los hombres, la fama, y que la forma más alta de ser era ser en los libros, en las crónicas, en el recuerdo de los hombres.
Desde ese siglo IV adC hasta nuestros días, los hombres de la cultura occidental han sido seducidos de múltiples manera por ese modo de existencia. Narciso ama su imagen más que a sí mismo. Don Quijote traza un plano de su vida según los cánones de los héroes de las novelas de caballería, según las hazañas de los caballeros famosos. Pirandello cuenta de muchos modos las vicisitudes de quienes, persiguiendo como Eróstrato, como Narciso y como don Quijote, el amor de su imagen sobre todas las cosas, se enredan, se descomponen y se destruyen en las múltiples formas del reality show.
Algunas producciones cinematográficas de las últimas décadas del siglo XX, contraponen a ese modo de ser en la fama, de ser para la audiencia, para la representación, otro modo de ser para uno mismo, ser en la autenticidad, superando la alienación de la imagen.
No es que la imagen y la fama sean siempre alienantes, que no lo son. Más aún, son imprescindibles para la realización de la propia existencia, pero no son la única dimensión en la que la existencia puede y debe ser realizada. La existencia puede y debe ser realizada en varias dimensiones, públicas y ante la audiencia, y privadas y ante sí mismo. Y la plenitud propia del hombre consiste en la articulación congruente de las diversas maneras de ser.
Pirandello pone de manifiesto que la vida, o sea el autor y el actor, rompen las formas del personaje y se liberan siempre de cualquier papel, o bien se despeñan de él: "más allá de los límites que nos habían servido para formarnos a toda costa una conciencia, para construirnos una personalidad cualquiera, vemos ese flujo que en el fondo no desconocíamos, que se nos mostraba como algo distinto, pues lo habíamos canalizado con todo cuidado en nuestros afectos, en las costumbres a las que nos obligábamos; lo vemos desbordarse en una crecida magnífica, turbulenta, y desencajarlo todo, arrastrarlo todo" (Cada uno a su manera, p. 222).
El actor solamente lo es y sólo se conoce a sí mismo en cuanto actor si representa papeles, pero conocerse a sí mismo como actor no significa conocerse plenamente en esa dimensión de uno mismo, y tampoco conocerse en otras. Conocerse a sí mismo en cuanto personaje representado implica expresar y quizá realizar un aspecto de la propia vida como autor y como actor, pero no toda ella.
Si lo más radical de la propia vida pertenece al ámbito del sí mismo no representable, lo que ciertamente no dejaría de resultar cómico en un contexto cultural en el que la representación detenta la hegemonía, entonces el saberse y el ser uno mismo sería una empresa siempre precaria. Porque la diferencia entre autor, actor y papel resulta insalvable, y porque, además, el precario conocimiento y realización de sí que se logra mediante la representación de los papeles tampoco es unificable a su vez en una representación. Esto es precisamente lo que produce la vivencia de la dispersión y descomposición del sujeto, que los contemporáneos de Pirandello expresan con otro lenguaje pero no con otro sentido diferente.
Pero puede pensarse que estos pensadores no solamente tienen nostalgia de una época pasada, de la plenitud de la modernidad, sino también de una conmensuración plena entre autor, actor y personaje, entre vida y representación, entre ser y decir. La imposibilidad de un verbo en el cual la vida del que dice quede plenamente recogida y expresada está bien experimentada por buen número de literatos.
El trinomio de autor, actor y personaje proporciona una vía para examinar la estructura de la persona. El autor, el actor y el personaje pueden considerarse representaciones del sí mismo, del yo, y del papel social, o bien diferentes modalidades personales de una misma vida.
En nuestra cultura mediática, la modalidad del existir según el ser ante la audiencia tiene un predominio que pone en juego de un modo inédito las dimensiones de la subjetividad y los sentidos de la realidad. Los hombres quieren que se represente su vida, sus actos, sus productos y sus propuestas porque esas representaciones, en cuanto que son obras de arte, y precisamente por tratarse de arte en la época de su reproductibilidad técnica, no sólo no pierden sino que adquieren un aura que les consagra ante los demás. A su vez, los representadores quieren representar no ya obras de arte, sino vida en vivo y en directo. La videocámara, el "reality show", el "snuff movie", las diferentes especies de "paparazzi", el reportaje directo y en diferido, y en general los variados procedimientos de representación, convierten al hombre en un personaje para sí mismo, no solo al hombre famoso, sino al hombre común.
La vida ordinaria se duplica mediante la publicación y se triplica mediante la retransmisión, y a partir de ahí se multiplica generando nuevas formas de realidad y de existencia: la realidad ordinaria y la transmitida, actual y en diferido, convencional y virtual, etc.; la existencia notoria, ignota y de incógnito, oficial y oficiosa, presunta y sentenciada, justificada y calumniada, satisfecha y vergonzante, etc.
En semejante situación, el caos, la risa, lo sobrecogedor y él límite de lo representable comparecen cuando un actor tiene que representar algo realmente sucedido estando presente el protagonista en cuanto autor, y un director y un público que obligan a ordenar y repetir los acontecimientos, porque entonces lo verdadero se contrapone a lo real, lo bello se implica con lo falso o lo falseado, lo espontaneo se identifica con lo deliberado y ensayado, la tragedia acontecida se transforma en tragedia fingida y las ficciones en dramas.
La forma en que todo eso se representa ahora de modo más habitual, el "reality show" y los "snuff movies" como se ha dicho, y los problemas implicados en todo eso, son los que Pirandello anticipa en 1921. A saber, ¿no anula el carácter trágico de la tragedia su representación en directo?, ¿lo anula cuando es el dolor de La Madre por una hija?, ¿cuando es el amor del Padre por su mujer? ¿No se convierten los espectadores en cómplices del daño que se va a hacer o que ya se ha hecho sólo por existir como espectadores?
Hay acontecimientos que se hacen verdaderos y reales cuando se representan, como es el caso de la calumnia, la hipocresía, la belleza o la fama. Y hay acontecimientos que se falsean cuando se representan, como ocurre con la compasión, la tragedia, la sinceridad, la admiración, la muerte, la vergüenza. ¿Qué tipo de yo es el que emerge en la existencia cotidiana cuando ésta se despliega en el escenario?, ¿qué tipo de yo emerge en la existencia fingida, en la oficial, en la marginal?, ¿qué tipo de yo es el que comparece a uno y otro lado de la frontera de lo representable?
Uno es personaje para sí mismo en la medida en que hay distancia entre vida y conciencia, en la medida en que no se da un conmensuración perfecta entre ambas, como se da, según Rilke, en el animal, en el niño y en el héroe. El yo se multiplica en función de los escenarios, de las formas de existir en la presencia, pero también permanece cabe sí en función de lo que no puede ser representado. ¿Es posible para los seres humanos ser solamente personajes?, ¿es eso lo que máximamente desean?, ¿cuántos personajes verdaderos puede asumir un yo y cómo puede unificarlos?
El yo tiene que identificarse de alguna manera con algunos papeles para ser sí mismo, la cuestión es si se puede saber de antemano con cuáles y en qué términos (por ejemplo, si se puede saber para qué ha nacido uno realmente).
En segundo lugar, la cuestión es si lo que es el sí mismo al margen de la representación se puede unificar con lo que es en el escenario.
En tercer lugar, si la instancia que ejerciera la unificación, la voluntad libre generando hábitos en el tiempo de la vida, no sería aún más personal que las otras, que el autor y que el personaje.
El yo actuante, actor, es libre albedrío y conciencia y, en cuanto tal, conciencia de pluralidad, conciencia de muchas instancias y factores que le constituyen. El sí mismo del que emergen las formas, el autor, es vida inconsciente, sustancialidad irreductible a presencia, el sí mismo es libertad fundamental, irreductible a las otras dos instancias, al actor y al personaje, e inalienable en ellas. Los intentos de resolver una de esas instancias en las otras, en cuanto que ponen de manifiesto la imposibilidad de lograrlo, genera un caos que resulta cómico.
La tragedia y el desengaño se producen respecto de la pretensión de ser uno en términos modernos o representativos, en clave barroca. La risa que aparece en el Quijote, en Pirandello o en "Héroe por accidente", no significa nihilismo, significa comprensión de que el modo de ser para la audiencia es menos relevante que el modo de ser para sí mismo y el modo de ser para los demás al margen de la representación. Significa referencia a otro paradigma en el que la unidad del sujeto resulta configurable según el modelo de una subjetividad pluripersonal, de una subjetividad que se constituye como tal en la relación dialógica, en su ser sí mismo con los otros.
13 Parte de estas reflexiones se toman de J. Choza, Las representaciones del yo en Pirandello, Thémata, 22, 1999.

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