A lo largo de su curso, la globalización va explosionando capa a capa las envolturas ilusas de la vida colectiva apegada al suelo patrio, enclaustrada, orientada hacia sí misma y pretendidamente salvadora de sí con medios propios: esa vida que hasta el momento la mayoría de las veces nunca estuvo en otra parte más que en ella misma y en sus paisajes natales (...). Esa vida anterior no conocía otra condición del mundo que la autocobijante, vernacular, microsféricamente anidada y macrosféricamente amurallada: para ella el mundo valía como extensión cósmico-social de sólidas paredes de una imaginación terrenalizada, autocentrada, unilingüe, uterino-grupal.
El espacio premoderno fue siempre, cada vez a su modo, un volumen desplegado por cualidades vividas.
Pero ahora la globalización, que lleva la exterioridad reticulada a todas partes, desgarra las ciudades abiertas al comercio, incluso las aldeas introvertidas, introduciéndolas en el espacio de tráfico, que reduce todas las peculiaridades locales a los comunes denominadores: dinero y geometría. Descerraja las endosferas que crecen por sí mismas y las coloca en la reja de la red. Presas en ella, las colonias de los mortales apegados al suelo autóctono pierden su privilegio inmemorial de ser cada una para sí el centro del mundo.
Hace unos días prometí dejar alguna muestra de que Sloterdijk fue de lo mejor del verano. No sí si vale como botón de muestra (2007 [2005]:49)
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